Por: Mariano Sánchez Talanquer, Profesor de la División de Estudios Políticos
La detención del general Salvador Cienfuegos en Estados Unidos a petición de la DEA y las recurrentes noticias sobre nuevas tareas gubernamentales (y partidas presupuestales) asignadas a las Fuerzas Armadas han reabierto preguntas urgentes sobre su papel en el orden político, de ayer y de hoy. Las respuestas a esas preguntas permanecen incompletas a pesar de que, como ha escrito Jorge Javier Romero, el Ejército está en el centro de la formación histórica del Estado —y también, por tanto, de sus “contrahechuras”. Existen varias razones por las que la caracterización cabal del papel político e institucional del Ejército es uno de los huecos en nuestra comprensión de la historia y del presente.
El Ejército mexicano desde la historia oficial
Parte de la dificultad en el entendimiento del Ejército proviene de la autonomía corporativa cultivada durante décadas por las Fuerzas Armadas y el restringido acceso a sus archivos históricos, reforzado en los últimos años de guerra contra el narcotráfico. Esas barreras son una manifestación de que, como han recientemente enfatizado Guillermo Trejo y Sandra Ley, la transición mexicana a la democracia no abrió un proceso de revisión de la actuación de los aparatos coercitivos del Estado bajo el autoritarismo.
La otra cara de esa moneda es la pervivencia de una vieja interpretación sobre el desarrollo político en el siglo XX mexicano, aceptada y promovida, en buena medida, por el propio Ejército y el régimen autoritario del PRI. A grandes rasgos, ese relato sostiene que tras las primeras y turbulentas décadas del régimen de la Revolución, las Fuerzas Armadas quedaron plenamente sometidas al poder civil, profesionalizadas, aisladas de la política y retiradas de la operación ordinaria del gobierno. El ascenso de Miguel Alemán a la presidencia en 1946 —el primer presidente civil— y la transformación del Partido de la Revolución Mexicana en el actual PRI representarían, en esta narrativa, puntos culminantes de un proceso de retiro de los militares a las tareas exclusivas de defensa. La raíz revolucionaria del Ejército, mientras tanto, lo habría vacunado contra cualquier alianza con intereses conservadores en contra de sectores populares, como sucedió en otros países de América Latina.
La regularización de las relaciones cívico-militares bajo el autoritarismo de partido dominante es sin duda un hecho decisivo del siglo XX mexicano. La continuidad institucional en el país durante la Guerra Fría, mientras los golpes militares inauguraban nuevas y sangrientas dictaduras en el Cono Sur, da cuenta de ello. En los últimos años, sin embargo, una fuerte corriente revisionista ha volteado con nuevos ojos al papel de las Fuerzas Armadas durante el régimen autoritario y comenzado a mostrar la inconsistencia de la historia oficial.
El Ejército mexicano desde una perspectiva revisionista
En el núcleo de la revisión del papel de Ejército está el uso extendido de la fuerza militar en la represión de grupos disidentes a lo largo del siglo, incluyendo movimientos laborales y campesinos que rompieron con el régimen de la Revolución, el movimiento estudiantil y las guerrillas de los años sesenta y setenta. De hecho, esa represión había fracturado ya entre la izquierda independiente el relato de un Ejército revolucionario ajeno a la política e intrínsecamente afín a las causas populares. Pero como ha argumentado el historiador Thomas Rath en un libro apropiadamente titulado Mitos de desmilitarización en el México posrevolucionario, la imagen de un Ejército apartado de mundanas tareas civiles y de la política interior es insostenible incluso para el periodo autoritario clásico.
Una de las formas más importantes, pero también menos conocidas, en las que el Ejército permaneció como un actor protagónico en la seguridad pública y otras tareas civiles a lo largo del siglo XX fue a través de su vínculo con los Cuerpos de Defensa Rural —grupos de civiles armados distribuidos en el campo mexicano y conectados con el aparato militar. Las defensas rurales son una peculiar institución de nuestro desarrollo político, una institución anfibia ubicada en una zona ambigua entre sociedad y Estado, formalidad e informalidad. Justamente por este carácter híbrido, ilustran las formas en las que el Estado posrevolucionario estableció el control del territorio y el orden social y político, más allá del aparato burocrático regular.
En el origen, estas milicias campesinas estuvieron formadas por grupos armados de distinta naturaleza con raíces en la lucha revolucionaria. Agraristas, comunidades armadas para la autodefensa, guardias locales, excombatientes, acordadas, etcétera formaban un mosaico de actores armados con los que los gobiernos surgidos de la Revolución tuvieron que avenirse. En el impulso del nuevo Estado hacia la concentración de los medios de violencia, estos grupos fueron a veces desarmados, militarmente derrotados o bien, sus miembros incorporados formalmente como soldados regulares.
No obstante, los repetidos desafíos a los gobiernos constituidos —las confabulaciones de caciques regionales, los levantamientos militares de los veinte y los treinta y la oleada contrarrevolucionaria que alcanzó su punto más violento con la Guerra Cristera— generaron fuerzas en el sentido opuesto. En las revueltas militares y el combate a los cristeros, la movilización de milicias rurales por fuera del nuevo Ejército (típicamente a cambio de tierra) fue decisiva para triunfar en el campo de batalla y mantener el poder.
Para 1929, al fin de la Cristiada, las Defensas Rurales quedaron formalmente reconocidas mediante un reglamento como “factores de orden” que cooperarían con el gobierno federal y servirían como “la vanguardia de la legión que defenderá los postulados revolucionarios…haciendo que la tranquilidad impere en el país.” El “ciudadano armado” en los pueblos sería “una garantía de orden, puesto que consciente y voluntariamente, se presta a ser guardián de la comunidad.” Las Defensas quedaron subordinadas a las autoridades militares, pero sin abandonar la vida civil y sus actividades cotidianas.
En los treinta, el cardenismo llevó esta estrategia a una nueva dimensión. En el marco del reparto agrario, los ejidatarios recibieron la tierra pero también, a menudo, armas para constituir una defensa rural. En la versión oficial, esta dotación tenía como fin la protección del campesinado de terratenientes que, con sus guardias blancas, amenazaban con subvertir la reforma agraria. No obstante, a eso se agregaban otras consideraciones estratégicas, como contrapesar intereses conservadores dentro del Ejército, afirmar el control gubernamental en comunidades locales y mantener la vigilancia sobre segmentos sociales disidentes, empezando por excristeros, católicos militantes y luego sinarquistas y otros grupos que, en la práctica, contradecían la narrativa de un apego popular generalizado a la Revolución.
Para los cuarenta, el Estado posrevolucionario abandonó el proyecto cardenista de hacer del campesino armado la vanguardia de la Revolución para profundizar la redistribución, pero no a las defensas rurales como institución. Para fines prácticos, se trataba de una extensa red de inteligencia y vigilancia, con inigualable penetración territorial y anclada en la sociedad local, de la que los gobiernos nacionales no querían ni podían prescindir. La subordinación a la jerarquía militar servía para mantener el control de las defensas, aunque no formaran parte de las tropas regulares ni recibieran salarios. Funcionaban también para ese fin los varios mecanismos burocráticos de subordinación que pesaban sobre el ejido.
De manera intermitente y selectiva, el Ejército intervenía para castigar los abusos que acarreaba la cesión de poder armado a las defensas. Las peticiones de desarme provenían con frecuencia de autoridades locales, comunidades vecinas envueltas en viejas disputas o la propia población. Pero sobre todo, el Ejército intervenía ante cualquier intento de insubordinación o colaboración con disidentes políticos. Fuera de estas consideraciones, las defensas rurales gozaron de amplios márgenes de discrecionalidad a cambio de desempeñar tareas de policía local, proveer información y auxilio a las Fuerzas Armadas y servir como instrumentos de control en los pueblos para el Estado central. Como lo reconocía un reporte interno de la Secretaría de la Defensa a mediados de los cuarenta, eran indispensables para “mantener el orden público en las diferentes entidades federativas”, sin hacer muy pesadas “las erogaciones pecuniarias de la nación.”
Como forma institucional, las defensas rurales contradecían la lógica del monopolio weberiano de la violencia en aparatos formales, profesionalizados, bien diferenciados de la sociedad y sujetos a reglas y procedimientos legales claramente establecidos. Dentro del propio Ejército, fueron a menudo vistas con recelo (y desdén), además de selectivamente armadas y desarmadas según las consideraciones estratégicas. Pero las defensas no eran una simple manifestación de “debilidad estatal”, sino una de las herramientas de poder del Estado posrevolucionario, operando dentro de la sociedad. Sirvieron al gobierno central para tejer alianzas locales en las comunidades, vigilar la disidencia y controlar el territorio a bajo costo. La violencia no quedaba así estrictamente monopolizada en aparatos regulares —se delegaba, de hecho, la facultad de utilizarla—, pero la cesión misma de la capacidad de usar la violencia respondía a los intereses políticos de los gobiernos nacionales.
Geografía del poder estatal: conflicto interno y construcción del Estado en México
En mi investigación académica, he compilado información archivística sobre la presencia de cuerpos de defensa rural en todo el territorio nacional durante la década de los treinta y hasta mediados de los años cuarenta. El siguiente mapa muestra su distribución en el país. Desde las batallas por la consolidación del Estado al terminar la Revolución, el propio Ejército había quedado anchamente desplegado en el territorio, con un pelotón en uno de cada cinco municipios, aproximadamente. Las defensas rurales, por su parte, tenían presencia en alrededor de dos de cada cinco, aunque con importantes variaciones regionales. Las fuentes de archivo indican un número cercano a los 70 mil integrantes de las defensas para los cuarenta, por encima de las 58 mil tropas regulares. Estos simples números dan cuenta de la importancia de las defensas rurales para el orden político posrevolucionario.

Además de esta desagregación territorial, la investigación ha reconstruido la utilización sistemática de las defensas en tareas policiacas y como fuentes de inteligencia durante todo el siglo. Más adelante, sirvieron como fuerzas auxiliares en campañas contra los enervantes y las guerrillas. En algunas regiones, las defensas rurales, concebidas alguna vez como “la vanguardia de la Revolución” para impulsar las causas campesinas, se convirtieron por el contrario en instrumentos coercitivos para contener demandas redistributivas en el campo, en los sesenta y setenta.
Esta reconstrucción histórica ha permitido no sólo entender mejor cómo funcionó el orden político posrevolucionario en tareas críticas de seguridad y control del territorio, sino analizar los efectos de la relación simbiótica entre Estado y defensas rurales en el desarrollo institucional en el largo plazo. En el nivel local, la operación y presencia del Ejército, de la mano de las defensas, estuvo siempre en tensión con el desarrollo de policías civiles por parte de autoridades locales. En un sentido básico, la delegación de tareas de seguridad pública en el campo a las defensas rurales bajo la supervisión militar (y, llegada la necesidad, el despliegue de una partida militar) ejercía un efecto de sustitución. Pero más allá, para las Fuerzas Armadas y las autoridades centrales era preferible contar con un aparato auxiliar bajo su mando que conceder capacidad coercitiva a gobiernos subnacionales.
Esta dinámica parece haber tenido consecuencias importantes en la conformación del aparato de seguridad del Estado mexicano en el largo plazo, así como en sus capacidades de construir un Estado de Derecho fincado en instituciones civiles con fortaleza local. Según mi investigación, una mayor presencia histórica de cuerpos de defensa rural en el nivel local está asociada con corporaciones policiacas municipales más pequeñas en el periodo contemporáneo, además de menos extendidas en el territorio bajo su jurisdicción, entre otras debilidades institucionales.
Y de manera crucial, el surgimiento de grupos de autodefensa o vigilancia comunitaria en los últimos años, medido a escala municipal, responde también fuertemente, según modelos estadísticos y evidencia cualitativa, a la presencia histórica de defensas rurales en los ejidos. En algunos casos, las conexiones son directas, pues integrantes de grupos de autodefensa formaron alguna vez parte de esos cuerpos. Pero también, la movilización extralegal abreva de normas locales de autoprovisión en seguridad y justicia que las defensas rurales ayudaron a reproducir. De hecho, los Cuerpos de Defensas Rurales del Ejército, hoy disminuidos a apenas una fracción del tamaño e importancia que alguna vez alcanzaron, adquirieron de nuevo cierta notoriedad cuando en 2014 el gobierno de la República integró a miembros de las autodefensas de Michoacán, justamente, a esa peculiar institución —tal y como se había hecho con varios grupos armados irregulares casi un siglo atrás.
Esta historia puede ayudar a comprender mejor las complejidades en la provisión de seguridad y el control de la violencia por parte del Estado, en el pasado y en la actualidad. Como lo han hecho otros trabajos, pone en cuestión algunos supuestos que circulan en la discusión pública sobre la crisis actual. En principio, la idea de un Ejército históricamente resguardado en los cuarteles, hasta que los gobiernos acudieron a él para luchar contra organizaciones criminales, no puede sostenerse. Desde luego, la declaración de guerra al narcotráfico y el despliegue de las tropas a partir del sexenio de Felipe Calderón marcan un antes y un después, como lo muestra cualquier gráfica del homicidio en México. También lo hará, muy posiblemente, la delegación actual de nuevas tareas civiles a las Fuerzas Armadas, además de su creciente presencia a lo largo y ancho del edificio del Estado.
Pero como lo ilustra la historia de las defensas rurales, el Ejército en el país no ha estado nunca limitado a la defensa exterior ni exento de tareas civiles, incluyendo la seguridad pública —una tarea que, como en cualquier régimen autoritario, se entrelazó hasta la transición con la vigilancia de la disidencia política. Tampoco tiene fundamento la noción de que el Ejército ha simplemente acudido a remediar las fallas y debilidades estructurales de instituciones civiles como las policías locales, no porque tales debilidades no existan, sino porque puesto en perspectiva, el papel del Ejército en la construcción y operación del Estado posrevolucionario es parte de la historia de esas debilidades. En cualquier caso, entender esa historia, la de la formación de un Estado que hoy enfrenta serias dificultades para mantener la paz y la legalidad, es indispensable para su reconstrucción.
@mstalanquer